La gente quiere la bici. Esto ha quedado más que demostrado en los últimos días, una vez que las duras restricciones del estado de alarma en España han empezado a levantarse poco a poco. Lo que más nos habrá llamado la atención a la mayoría cuando salimos a la calle “sin razón” por primera vez en casi dos meses habrá sido la cantidad de bicicletas que se ven por las calles, y esta tendencia no ha disminuido en absoluto con el paso de los días.
Una de las críticas que desde los colectivos ciclistas -y muchas personas en particular- más han arreciado contra los diferentes estamentos gobernantes durante las últimas semanas ha sido el hecho de que ya no sólo no se viese a la bici como un medio de transporte seguro y adecuado para la situación en la que nos encontrábamos, sino que directamente se cerrasen las estaciones de préstamo municipales y se empezase a sospechar de cualquier persona que no se moviese en un vehículo a motor.
Llama la atención la incoherencia de toda la situación. España era uno de los pocos países europeos que desincentivaba el uso de la bicicleta (ya fuese de forma directa -cerrando las estaciones de alquiler- o indirecta -las miradas inquisitorias de peatones-), frente a otros, como Gran Bretaña o Bélgica, en los que ya no es que nunca se prohibiese salir a hacer deporte, sino que además se dieron cuenta de que no había un medio de transporte mejor para esta época de crisis: permitía guardar automáticamente la distancia de seguridad, no generaba aglomeraciones de ningún tipo, siempre se utilizaba en lugares abiertos y mejoraba la salud de los ciudadanos en varias formas, tanto físicas como psicológicas (el gran olvidado de toda esta crisis). Incluso en China, el país donde empezó la pandemia y que vivió momentos realmente duros al principio, el gobierno aumentó desde el primer minuto las bicicletas disponibles para el uso de los habitantes de todas las ciudades y les recomendó que no utilizasen otra forma de movilidad a no ser que fuese necesario. Es cierto que en Asia la cultura de las dos ruedas está mucho más avanzada que en Occidente, pero no deja de ser una medida que cabe subrayar como tal.
La esperada pero no por ello menos destacable disminución de la polución en las ciudades por el acusado descenso del uso de vehículos particulares ha abierto los ojos a mucha gente y ha convencido a otra que todavía tenía reticencias al respecto en que esta no debe ser una situación especial pasajera, sino una que perdure en el tiempo. Si bien durante los últimos años han aumentado exponencialmente los kilómetros de carril bici disponible en ciudades de todo el mundo, algunas de ellas están decidiendo aprovechar la tesitura para dar un empujón mayor que podría acabar definitivamente con el absoluto dominio del espacio público por parte del coche y ceder muchos metros a los que pedaleamos (y no sólo como forma de ocio o deporte).
Sin embargo, ninguna infraestructura o política de movilidad funciona si no se tiene en cuenta un punto importante: la visión de la sociedad. Y es precisamente aquí donde más cambios se están notando y lo que hace que podamos ser más optimistas de cara al futuro: hemos pasado poco a poco de hacer carriles bici sólo para pasear por los paseos marítimos o fluviales a construirlos en mitad de las ciudades, y ahora van ganando cada vez más terreno incluso dentro de las avenidas y arterias más importantes de los centros urbanos. Cada vez más gente utiliza la bicicleta como su medio de transporte principal, y si se consigue generar un sentimiento de seguridad y de respeto por parte de los demás usuarios de las vías públicas (peatones y, sobre todo, conductores), más y más personas lo harán también. En nuestras manos y en nuestras acciones está la clave para que este momento pueda ser el punto de inflexión que estábamos esperando, así que esforcémonos todo lo posible para no desaprovecharlo.